capítulo 4

Otra raya para el  TIGRE

“Entre la mafia y la justicia se dan la mano”, dice el hermano de la “Kika”, quien fue condenado a 10 cadenas perpetuas en Estados Unidos por la explosión del HK 1803. Aunque en Colombia el “Arete” se autoincriminó en el caso, su testimonio fue despreciado por las cortes norteamericanas. Si hubo una bomba, ¿al fin cuál de los dos la puso?

 

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l 27 de noviembre de 2001, Carlos Mario Alzate Urquijo, alias el Arete, recibió su boleta de libertad de la cárcel de máxima seguridad de Itagüí (Antioquia). Ese día se conmemoraban 12 años de la tragedia del avión de Avianca. Una ironía histórica. Sólo permaneció en prisión ocho de los 20 años a los que fue condenado. Una corta estancia tras las rejas para un asesino que confesó su participación en el atentado contra el avión de Avianca, el ataque contra el edificio del DAS y otros 49 asesinatos junto a 358 tentativas de homicidio.

 

Un sicario lo esperaba a la salida de la cárcel para matarlo. La típica bienvenida a la libertad para los exmiembros del cartel de Medellín. De la lluvia de balas, unas pocas alcanzaron a herirlo en las piernas. Con la suerte de su lado, el Arete entró en la privilegiada lista de gatilleros de Pablo Escobar que sobrevivieron a las revanchas, guerras y ajustes de cuentas. El Arete, sobrino político del capo, hijo de la esposa de su hermano Roberto Escobar, cambió su nombre, su identidad y se dice que ahora vive en España.

 

El Arete se entregó a la justicia colombiana el 16 de febrero de 1993. No es claro si existió una negociación por debajo de la mesa o simplemente, como otros sicarios, se sintió acorralado por el Bloque de Búsqueda de la Policía o los Perseguidos por Pablo Escobar (Pepes), una alianza de autoridades y mafiosos para encarar a Pablo Escobar. En esa cacería, a la que el capo respondía con carros bomba, el Arete era una prioridad, porque comandaba un ala militar de la organización. “Ese Arete se asustó con tanto muerto por ahí y por eso se entregó de afán, hasta sin abogado”, comentó en aquella época un político de Medellín.

 

Con la entrega del Arete, las autoridades judiciales creyeron que unían los cabos sueltos del caso Avianca, entre otros secretos de la mafia. Según su confesión, el objetivo de esa bomba en pleno vuelo era asesinar a César Gaviria Trujillo, entonces precandidato presidencial. El Arete describió una bodega en Bogotá en la que se armó el artefacto explosivo con cinco kilos de dinamita e involucró en su plan a Darío Usma Cano, alias Memín, un sicario que ya había sido asesinado. “Sólo que falló la información que solía tenerse del DAS”, declaró el Arete.

 

 

César Gaviria no apareció en ninguna lista de personas con pasajes. Mas aún, no tenía motivos para viajar esa mañana a Cali. Cuatro días antes había visitado la ciudad azucarera.

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Desde ese momento, muchos familiares de las víctimas creen que el ahora expresidente Gaviria tiene parte de la culpa por no advertir las sospechas de una bomba a bordo del vuelo 203. “Él pudo salvar a 107 personas”, reclama Eduardo Pizarro, padre del copiloto del vuelo.

 

El testimonio de el Arete tiene un lado flaco. Empezando porque ninguna de las pruebas practicadas por el FBI y los laboratorios de la Dijín en Colombia resultó positiva para dinamita. Además, César Gaviria no apareció en ninguna lista de personas con pasajes para ese vuelo. Más aún, no tenía motivos para viajar esa mañana a Cali. Cuatro días antes, el 23 de noviembre de 1989, había visitado la ciudad azucarera, donde presidió un foro universitario en horas de la mañana y en la tarde fue a la plazoleta del Centro Administrativo Municipal a un acto político. En su apremiante carrera por la precandidatura a la Presidencia por el Partido Liberal, que disputaba con Hernando Durán Dussán, Ernesto Samper Pizano y Alberto Santofimio, entre otros, era poco probable que su itinerario incluyera dos viajes en la misma semana a la misma ciudad. Años después, el mismo Gaviria, en declaración ante la Fiscalía, explicó que ni siquiera viajaba en vuelos comerciales. Era cuestión de seguridad.

 

¿Qué sentido tenía incriminarse en un delito tan grave que destruyó la vida de 107 personas? El paso de los años parece darles la razón a quienes criticaron la estrategia legal del Arete y otros narcotraficantes que se acogieron a los beneficios que les ofreció la justicia.

 

Una de las primeras decisiones de César Gaviria al convertirse en presidente fue firmar el decreto 2047 de 1990, en el que trazó una política de sometimiento a la justicia para los narcotraficantes. A cambio de entregar armas, laboratorios, parar la guerra y confesar sus crímenes, se salvaban de la extradición y recibían una jugosa rebaja de penas. Como ese decreto no sació a los narcos, Gaviria decidió ser más blando y firmó el decreto 3030, que permitía acumular penas y saldar las cuentas con la justicia en una sola sentencia. Luego, con un tercer decreto, el 303 de 1991, terminó de abrir la puerta de la justicia a los narcos con el objetivo de parar la violencia desmedida que asolaba al país.

 

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asesinatos y la explosión del avión de Avianca fueron los crímenes que reconoció El Arete.

“Fue tal la rebaja de penas, que el narcotraficante Gonzalo Mejía Sanín se entregó y el juez que conoció su caso lo dejó libre porque los beneficios superaban los años de condena que le correspondían. Después se volvió a someter, argumentando que no estaba jugando con la justicia”, cuenta Jorge Cardona, periodista judicial y editor general de El Espectador.

 

Con esa matemática jurídica a su favor, al Arete le daba lo mismo confesar un crimen o cien. Una fiscal que investiga casos de terrorismo de esa época resume el asunto en una frase: “Qué importaba una raya más para el tigre”. La base de negociación era la misma: unos 30 años de cárcel a los que se le restaban meses por buena conducta y colaboración con la justicia. Un negocio redondo. Una pena que en su caso terminó reducida a ocho años. Para un hombre asediado por el Bloque de Búsqueda, los Pepes y la justicia norteamericana, era un salvavidas y una ganga.

 

En esa situación privilegiada, es factible que también quisiera darles una mano a sus socios en problemas. Los hermanos Castaño habían sido vinculados al proceso y la muerte de dos pasajeros norteamericanos en el avión de Avianca preocupaba a todos los sospechosos por sus implicaciones legales en Estados Unidos. También es viable pensar que quisiera ayudar a la Kika. Si para el Arete no significaba nada echarse encima la culpa del atentado, sí representaba mucho para un hombre bajo las garras de la justicia norteamericana desde 1991. Pero el Arete y su sospechosa confesión son apenas uno de los callejones en los que se extravió la justicia colombiana.

 

Confunde y reinarás

El 24 de diciembre de 1989, unas semanas después de la explosión del avión de Avianca, cuatro cadáveres con las cabezas vendadas y los pies y manos atados con sogas aparecieron a pocos metros de las canchas del Club los Millonarios, en el norte de Bogotá. “Por matar inocentes en el HK”, escribieron los asesinos en un cartel junto a los cadáveres. La mafia parecía más rápida que las autoridades en la investigación paralela del atentado. Los muertos fueron José Héctor Laverde, Eladio Flores Laverde y los esposos Magda Esperanza Garzón y José Guillermo Laverde.

 

Según la prensa de la época, los tres hombres eran hermanos de Jesús Humberto Laverde Muñoz, un hombre cercano a grupos de autodefensas. Jesús Laverde fue tan sólo uno de los nombres que a lo largo de 27 años se asociaron al caso del avión, pero jamás se demostró que estuviera involucrado. Sus hermanos muertos serían los elegidos en un plan macabro para consolar a las familias de las víctimas, apaciguar a la opinión pública o la excusa perfecta para un ajuste de cuentas de la mafia.

 

En el expediente del caso Avianca figuró desde el principio Pablo Escobar Gaviria. El Patrón, sin embargo, jamás admitió su autoría. En junio de 1991, al someterse a la justicia, negó su participación en el atentado. Declaró que una de sus mayores sorpresas de los últimos tiempos la constituyó una noticia aparecida en los diarios de la mañana que lo acusaba de haber participado en la planeación del asesinato de Luis Carlos Galán y del atentado contra el avión de Avianca.

 

Dandenis, “la Kika ”, es el décimo hijo. Su apodo hace referencia al nombre de  una tía.

Fue tal la rebaja de penas que el narcotraficante Gonzalo Mejía Sanín se entregó y al juez que conoció su caso lo dejó libre porque los beneficios superaban los años de condena.

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Cuesta trabajo creerlo, pero Escobar no tenía pudor para reconocer sus crímenes. Tres horas después de la bomba contra el DAS circuló un panfleto en Medellín en el que reconoció las “ejecuciones de jueces y magistrados que se prestaron en compañía del señor Maza Márquez para sindicarnos de delitos y masacres que nunca cometimos”. Su grupo también reivindicó el crimen del coronel Franklin Quintero, por “su responsabilidad en las detenciones de nuestras familias inocentes”.

 

Para incrementar la confusión, otros personajes fueron vinculados al proceso del avión de Avianca: los hermanos Fidel y Carlos Castaño Gil; Gonzalo Rodríguez Gacha, alias el Mexicano; Hernando Gómez Bustamante, alias Rasguño; León García Jaramillo, alias el Taxista; Carlos Botero, arquitecto de la mafia colombiana, y Jimmy Ellard, piloto norteamericano conocido de Pablo Escobar. Este último estaba preso en EE.UU, en busca de beneficios judiciales, y se convirtió en el primer testigo que relacionó a Dandenis Muñoz, alias la Kika, con la explosión. Todas sus pruebas se redujeron a insinuar que había visto juntos a Escobar y a la Kika, y a una conversación suya con Escobar en la que discutieron el mejor tipo de avión para transportar cocaína, así como el lugar exacto en el que se podía esconder una bomba que se activara en caso de ser interceptado por las autoridades.

 

“Entre el borde delantero y el de tensión, cerca del ala del avión. Los tanques de combustible están próximos al fuselaje, junto con el sistema hidráulico, el tren de engranajes, así como los mecanismos eléctrico y electrónico de aviación. Si una pequeña explosión ocurre en esa área específica, rompe los tanques de combustible o dobla las alas”, manifestó Ellard, testigo estrella contra la Kika. Antes de que la justicia norteamericana culpara a la Kika, su hermano Brancy Muñoz Mosquera, conocido como Tyson, también había entrado en la lista de sospechosos.

Al norte de Los Ángeles

Emilio Muñoz Mosquera, hermano de la Kika, reside a dos horas al norte de Los Ángeles, en el poblado de Bakersfield. Es  moreno con nariz y cuerpo de boxeador. Vive junto a su esposa, una de sus hijas y sus nietos, en una amplia casa de dos pisos con un antejardín bien podado y un patio trasero con una piscina vacía. Es un barrio de clase media alta que no está al alcance de sus ingresos, pero sus dueños le ofrecieron que se quedara a cambio de cuidarla. “Dejar el motor de la piscina prendido subiría demasiado la cuenta de la luz”, comenta. Es un lujo que no se puede dar.

 

Emilio es el tercer hijo de los quince que tuvieron Fernando Antonio Muñoz y su esposa Lilia Mosquera. Brancy, alias Tyson, fue el quinto. Dandenis, la Kika, fue el décimo. La numerosa familia vivió en el barrio Castilla, en las comunas de Medellín, el mismo donde se crió el arquero de fútbol René Higuita. Fernando, el papá, era policía de tránsito. Lilia, la madre, voluntaria de trabajo social en la cárcel Bellavista. Todos fervorosos miembros de la Iglesia Cristiana Pentecostal.

 

Cuando terminó el colegio, Emilio entró a la Fuerza Aérea. Como técnico subjefe, su tarea en la base de Catam consistió en tramitar la compra de repuestos para aviones. Se casó joven y tuvo mellizas. Un día, cuando la Kika se acercaba a los 18 años, lo llamó asustada su mamá: “Este muchacho está en malos pasos y le gustan mucho las motos”. Años atrás, el mismo Emilio fue quien lo apodó la Kika. El temible sobrenombre surgió porque antes de dormir, su mamá les daba a todos un vaso de leche caliente. Una de esas noches, Dandenis murmuró: “Mami, la leche de los kikitos”. Cuando Dandenis creció, el sobrenombre mutó a la Kika. Así se referían a una tía de apariencia fea y lo usaban para burlarse de él cuando querían irritarlo.

 

Ante sus malos pasos, la familia decidió que lo mejor era inscribirlo en el Ejército para que enderezara el camino. En esa época, su hermano Tyson, que comenzó vendiendo verduras en la plaza de mercado de Medellín y estuvo preso un tiempo por un altercado, se había involucrado con los paramilitares. El ingreso de la Kika al ejército terminó siendo una mala idea. Meses más tarde “se hizo muy amigo del cabo Jaime Mateus Moya, un hombre que después sería parte de bandas de sicarios y grupos paramilitares y murió con un letrero pegado al cuerpo que decía: ‘Por bravo’. Empezaron a hacer vueltas”, cuenta Emilio.

 

Aprovechaban el uniforme militar y sus armas para detener personas, pedir dinero y robar. La Kika era indomable. Primero lo atrapó la Policía Militar, pero se escapó de una guarnición. Luego, junto a una banda de delincuentes, asaltó un banco en el municipio de Granada (Antioquia). Terminó en la cárcel de Bellavista, de donde logró escapar junto a su hermano Tyson. Más adelante cayó preso en La Modelo de Bogotá, de donde también se fugó.

Brancy, alias Tyson, fue el quinto de los 15 hijos de la familia Muñoz Mosquera .

Un día de 1991, un grupo de policías irrumpió en la casa de Emilio Muñoz en Bogotá. Lo acusaron de ocultar más de 1.200 kilos de dinamita. Esposado, lo llevaron hasta un lote donde ya estaba montada una escena con cajas de dinamita. Le tomaron fotos y al día siguiente lo destituyeron de la Fuerza Aérea. “No me dejaron decir ni mu”, recuerda. La policía quería que delatara a su hermano Tyson, que les dijera dónde se escondía. Emilio pasó los siguientes cuatro años en La Modelo de Bogotá. En el pabellón de máxima seguridad conoció a la crema y nata de la delincuencia colombiana. A Iván Urdinola, del cartel del norte del Valle; a varios políticos del proceso 8.000, a Popeye y a narcos como Jairo Correa.

 

En 1994, un abogado le sugirió declararse culpable y aceptar cargos. Sin embargo, un juez sin rostro –jueces que dictaban sus sentencias escondidos tras vidrios opacos y sin identificarse, para no ser asesinados– lo dejó libre por falta de pruebas. Al salir de la cárcel, sin trabajo y con una familia que mantener, aceptó administrar El Toboso, un billar en el centro de Bogotá donde jugaban expolicías, militares y narcotraficantes. Pertenecía a Juan Diego Arcila Henao, alias el Tomate, un narcotraficante que conoció en prisión. La historia que cuenta Emilio  es una tragicomedia que refleja cómo operaban la mafia, los servicios de inteligencia y la justicia.

 

El Tomate y sus aliados decidieron un día que era “hora de tirar al piso al Faisán”, su principal enemigo en el narcotráfico. Pero algún malentendido ocurrió en los órganos de inteligencia del Estado y, como en el juego del teléfono roto, el mensaje se confundió. Las autoridades pensaron que querían matar no al Faisán, sino al fiscal Alfonso Valdivieso. Una vez más, Emilio apareció en las noticias como miembro de un grupo que fraguaba un plan terrorista. Así pasó dos años más en la cárcel, hasta que lo dejaron en libertad por falta de pruebas. En diciembre de 2013, el Consejo de Estado le dio la razón en una demanda que interpuso contra la Nación. La Fiscalía debe indemnizarlo con noventa salarios mínimos, un poco más de $50 millones, por los perjuicios que le causó la falsa acusación.

Emilio es uno de los hermanos mayores. Perteneció a la Fuerza Aérea .

Dado que no era fácil cargar con las amenazas y el estigma de ser parientes de la Kika y Tyson, 21 miembros de la familia Muñoz Mosquera buscaron refugio en Costa Rica. En Colombia, grupos de justicia privada pagaban $300 millones por información sobre ellos. Allí pasaron ocho años, hasta que entraron a un programa de reubicación y llegaron hasta Bakersfield, en la costa oeste de Estados Unidos.

 

En la amplia sala sin muebles de la casa en que ahora vive Emilio Muñoz está colgado un pequeño diploma que lo certifica como doctor en espiritualidad. Cada año, conduce unas 24 horas para visitar a la Kika en la cárcel en Virginia. “A mi hermano lo han estigmatizado con que pertenecía al cartel de Medellín. Pero no es cierto. Él no tenía patrón”. Para Emilio está claro que la Kika cometió muchos pecados, pero está seguro de que no estuvo involucrado en lo del avión. “Toda la vida hemos sido cristianos. Él es como una oveja negra. Pero su caso debe ser una cuestión política muy profunda. Entre la mafia y la justicia se dan la mano”.

 

En defensa de su hermano recuerda la carta del fiscal Gustavo de Greiff al juez Sterling Johnson en 1994 y los testigos que ni siquiera conocían a la Kika. Argumenta que antes de 1993 jamás lo mencionaron como sospechoso, que no pertenecía al cartel de Medellín ni estuvo bajo las órdenes de Escobar. “No aprovecharán las riquezas el día de la ira; mas la justicia librará de la muerte”, es la cita del libro de Proverbios de la Biblia que usa como argumento ante lo que ha vivido por su hermano.

 

Durante estos 27 años la justicia colombiana se distrajo con las versiones de los mafiosos. Se extravió en sus mentiras, verdades a medias y perdió el horizonte de la investigación. A pesar de todas las torpezas, es posible rasguñar otra verdad de lo que ocurrió ese 27 de noviembre. Los primeros informes en los que se intentó interpretar aquella caótica realidad de la explosión del avión esconden pistas. Uno de los investigadores que asignó la Federal Aviation Administration al caso de Avianca, Walter Koorsgard, intuyó que una falla mecánica podría haber sido el origen del desastre del HK 1803. Eso escribió en su diario de campo.

 

 

 

 

 

 

 

50

millones de pesos tendrá que pagar el Estado colombiano al hermano de La Kika.

la historia que nunca nos contaron

Avianca 203