Biografía / Familia
Foto: Gabriel Cano Villegas
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n el procesador de palabras y en mi mente, se quedaron algunos recuerdos y anécdotas sobre mi padre, que, con el perdón de los lectores, no resisto la tentación de relatar, porque son vivencias, quizás intrascendentes que lo retrataran con exactitud.
A Gabriel Cano le atraía el campo, aunque no en el sentido de cultivar la tierra o el de criar animales, sino por la placidez que le producía a su espíritu. Fue propietario, en dos épocas diferentes, de pequeñas casas de recreo en tierra caliente, de no más de tres fanegadas cada una. La primera, la construyó en Villeta y en ella mí madre puso todo el amor para que fuera el refugio ideal de la familia: empero, la insensata violencia partidista que se desató después del 9 de abril de 1948, obligó a mi padre a venderla a menor precio. Esa Villa Luz de mi niñez, según entiendo, todavía se levanta cerca del puente del ferrocarril.
Pocos años más tarde, el doctor Darío Gutierrez Laserna lo invitó a recorrer la región del Tequendama, y en particular la vereda Quebradagrande, en San Antonio de Ten, hoy el Tequendama. O bien Darío Gutiérrez lo embriagó con un licor alucinante o, simplemente, la región y sus vecinos eran tan especiales, que al punto quedó embrujado para siempre por ese entorno. En un pequeño lote, obsequio de su anfitrión, construyó, a pesar de que se había prometido no volver a hacerlo, su segunda casa de campo, y la llamó Fidelena, en recuerdo de la solariega y patriarcal casona de don Fidel y doña Elena, sus padres en Sabaneta.
Hago un pequeño paréntesis para evocar al doctor Gutiérrez Laserna, de cuya muerte me enteré hace unos pocos días. En su retiro de Tocaima, aquejado de una enfermedad que lo tenía prácticamente paralizado, él que fue vitalidad sin par, no dejó de hacerse presente para dar a mi familia y a mí una voz de aliento en las vicisitudes trágicas que hemos vivido en estos últimos años. Descanse en paz, quien disfrutó tan plenamente de la vida.
Don Gabriel poseía un fino sentido del humor y como maestro en el uso de las palabras, jugaba con ellas a su antojo. Así en Villeta, seguramente por el bullicio que hacíamos sus jóvenes hijos y sus amigos y amigas de las fincas vecinas, construyó un pequeño refugio para aislarse, al que llamó Villa Neura. En San Antonio de Tena, tal vez por la algarabía de sus nietos y la cháchara de las esposas de sus hijos, construyó otro refugio, ya no para él, sino para ellos y ellas y lo llamó Villa Neura. En alguna de las fiestas infantiles para los hijos de los empleados comentaba: En verdad ha aumentado notablemente el tiraje de El Espectador. En otra ocasión, se acercó al escritorio de Pablo Alvarado, jefe de anuncios, y le comentó: Jefecito, ese avisaminosis aguda del periódico necesita una fuerte dosis de Pulgadamicina (en ese entonces los avisos se medían por pulgadas de columna).
Tuvo tres aficiones: coleccionar botellas de whisky con su contenido, los crucigramas y los solitarios. En la whiscoteca alcanzó a poseer más de 300 botellas de marcas distintas. Sin embargo, al saber que en el mundo había más de 3.000 marcas registradas suspendió la colección, y resolvió que era mejor catar el contenido de las mismas. Como crucigramista inclino mi cabeza antes sus conocimientos de toda índole, porque al contrario a lo que a mí me sucede, no necesitaba consultar diccionarios o enciclopedias, para resolverlos. Y para los solitarios tenía una infinita paciencia y un gran repertorio.
Gabriel Cano, a pesar de su innata timidez, modestia y asociabilidad (no como un derivado de antisocial), tenía el don de transmitir a los que lo trataban un vivo sentimiento de familiaridad y cordialidad. Podría pensarse, por ello, que fuese hombre de muchos amigos, y aunque los tuvo, pocos fueron los que estuvieron muy cerca de sus especiales afectos. No más de tres amigos de verdad le conocí en la vida: Jesús Restrepo Olarte, Ciro Mendia y Fernando Isaza.
Una especial comunidad de ideales y aficiones, hicieron que esa íntima relación no se rompiese sino con la muerte. Todos ellos murieron antes que él, y ello, junto con la de mi madre acabo abatiéndolo. Ciro Mendia, el poeta, le dedicó uno de sus célebres epitafios futuros, que bien hubiera podido remplazar con creces y con mayor brevedad, lo que en mis deshilvanados recuerdos he trasladado a estas cuartillas.
Dice así:
Detente, caminante, y aquí reza
Un padrenuestro de piedad
/ madura
Que detrás del maámol de
/ternura
Don Gabriel Cano sin su luz
/bosteza
Era de humo, de agua y de tristeza
Este varo de frágil estatura
Todo en él era blanco: la blancura
De su alma era exacta a su cabeza
Dejó, con un nivel, su pipa inválida
Y una famosa whiscoteca pálida
De vítreos fantasmas, mudos
/solos
Murió sobre una piedra cariñosa,
De una crepusculosis infecciosa,
Después de una asamblea de
/gladiolos.
A los amigos de Maruja Pachón y de Francisco Santos les duele cada día más su ausencia.
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