SUS LUCHAS Y PASIONES / libertad de prensa

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La respuesta de El Espectador ante la multa impuesta por el gobierno militar

Este es el Editorial publicado por este diario el 22 de diciembre de 1955.

Alberto Lleras fue el director de El Independiente. Esta foto fue tomada en febrero de 1956./ Archivo

A

l reaparecer hoy El Espectador, cumplimos la promesa que hicimos desde cuando fue clausurado, de publica editorial “La isla del tesoro”, que entonces no permitió insertar la censura de prensa, “dentro de un mes, o dentro de un año, o dentro de un siglo”.

Pero ahora hemos creído oportuno precederlo con la reproducción de otro editorial nuestro, intitulado “El tesoro del pirata, publicado en El Espectador del 22 de diciembre de 1955, dos semanas antes del cierre del periódico, porque consideramos que ambos escritos se complementan, y que el uno, así como la obligada suspensión de nuestras actividades periodísticas el 6 de enero de 1956, fueron la natural consecuencia del otro, desde luego que el Pirata del Tesoro y el Pirata de la Isla eran un solo e indivisible.

 

 

El Tesoro del Pirata

 

El país y nuestros lectores nos conocen, y saben que el hecho físico que el señor Presidente de la República, por conducto de su corneta de órdenes el doctor Jorge Luis Arango, no haya impuesto una multa de diez mil pesos por presunta y no determinada infracción de un inciso cualquiera del decreto número 2.535 de 1955, no nos duele en absoluto por el aspecto materia –pecuniario digamos para halagar un poco los oídos harpagónicos del régimen– de la pena con que se nos castiga. Estamos dispuestos a satisfacerla sin la apelación de única instancia que el decreto sobre el desacato a sus sacras reales majestades nos concede generosamente para ante el Director Jefe Supremo de la Oficina de Información y Propaganda del Estado, a cuyo sumo hacedor le plugo que fuese él a la par, como en el conocido caso de la conciencia de Núñez de Arce, delator, juez y verdugo de los periodistas colombianos.

 

Si hemos de referirnos, y lo hacemos con repugnancia gástrica, a este minúsculo incidente, es tan sólo porque lo consideramos como un nuevo y no el último eslabón de la cadena de persecuciones y de agravios atada al cuello de la prensa independiente de Colombia por los gobiernos que se han sucedido en el país desde el 9 de noviembre de 1949, aunque hay habido uno –el actual– que derrocó los de sus inmediatos antecesores dizque para restablecer la legalidad proscrita, la justicia conculcada y la libertad oprimida. Y es difícilmente creíble, aunque ciertísimo, que los sistemas de represión de la imprenta implantados por el doctor Ospina, continuados por el doctor Laureano Gómez y perfeccionados por el doctor Urdaneta, resulta de una lenidad franciscana, con todo y los criminales atentados del 6 de septiembre, cuando lo comparamos con los que ha establecido el general Rojas del 8 y el 9 de junio de 1954 por acá. A partir de estas dos fechas de luto incancelable en el calendario histórico de Colombia –y únicamente porque después de ellas y a la vista y consideración de ellas nos hallamos los periodistas independientes ante la obligación de restringirle al gobierno de las Fuerzas Armadas y a su jefe el crédito de confianza que con plazo indefinido pero en ninguna manera ilimitado le abrimos patriótica, generosa y un poco temerariamente el 14 de junio de 1953– han sido escasos los días en que no hayamos recibido de las autoridades un agravio, sufrido un perjuicio, soportado en cualquier forma una Persecución, desde la censura hasta el ultraje, el decomiso por mano militar, la amenaza de cárcel por decreto, la multa por resolución, el destierro por obra de misericordia, la expropiación por calanchín y la clausura por discurso.

 

Aparte de la censura previa, unas veces total, otras parcial, un día civil, militar al siguiente, suprimida hoy para restablecerla mañana, tornar a suprimirla después y mantener siempre latente la amenaza de su restauración, hemos tenido los periodistas que afrontar los efectos de una legislación ejecutiva improvisada, incoherente y epiléptica, pero en todos los casos draconiana, que va desde el malogrado decreto N° 2.835 de 1954 sobre injuria y calumnia, remplazado pocos días después con el número 3.000 del mismo año y sobre los mismos delitos, y adicionado meses más tarde con el número 1.139 sobre acusaciones a los militares en acción, hasta llegar al N° 2.525 de 1955 sobre desacato, una especie de decreto Everfit –“listo y a su medida”– que el doctor Arango no pudo resistir a la tentación de probarse, aplicándonos a “El Correo”, de Medellín, y a El Espectador sendas multas de a diez mil pesos, antes de pasar él de la Dirección de Propaganda del Estado a la gerencia de la Empresa Nacional de Publicaciones con ochocientos pesos más de salario de un mismo Tesoro, y antes de que venga a remplazar aquel decreto –su decreto–, el “inminente” estatuto de prensa cuya elaboración acaba de encomendar el Gobierno a cuatro de las llamadas “conciencias jurídicas”, a plazo y precio fijos y bajo la paternal vigilancia del doctor Pabón Núñez.

 

Todo aquello no era bastante, sin embargo y había que agregarle una serie no interrumpida de injustos y procaces agravios al periodismo y a los periodistas, proferidos por funcionarios de todas las ramas y de todas las categorías y por oficiales de todas las armas y de todas las graduaciones, de palabra o por escrito, impresos, radiodifundidos o televisados, al aire libre ante sesenta mil habitantes de La Palma, Cundinamarca, o en recinto cerrado ante la augusta y silenciosa presencia del Cardenal Primado de Colombia.

 

Pero algo faltaba aún, y ya ha llegado: el ataque por el sistema típicamente estratégico de minar la base económica de las empresas periodísticas independientes. El submarino-insignia del doctor Arango ha cobrado ayer una pequeña victoria, y mañana vendrán las de los guardacostas del doctor Villaveces, que desde principios de agosto pasado, en repugnante coincidencia con la clausura de “El Tiempo”, atracaron en las oficinas de ese ilustre diario, en las de “El Colombiano”, de Medellín, y en las de El Espectador, a caza de no sabemos qué monstruosos fraudes al Tesoro Nacional. Por lo que a nosotros respecta, podemos decir que las lanchas fiscales se han paseado libremente por todos los rincones de nuestra modesta heredad, han buceado hasta el fondo en nuestros libros y en nuestros archivos, y ahí están todavía con las fauces abiertas como tiburones en acecho. Lo que no conocemos aún es el monto exacto del botín que le van a llevar a Mr. Morgan. A Mr. Morgan, el banquero.