SUS LUCHAS Y PASIONES / libertad de prensa

La segunda respuesta de El Espectador a la dictadura

Editorial escrito por este diario y rechazado por la censura, el 6 de enero de 1956.

Portada de El Independiente del 10 de mayo de 1957.

La Isla del Tesoro

 A las cinco de la tarde del jueves pasado recibimos de la ya tristemente célebre ODIPE la notificación verbal de que en ese mismo momento quedaba restablecida –por quinta o sexta vez en los tres años escasos del régimen– la censura previa y discriminada sobre El Espectador. Por una coincidencia fácilmente explicable, en la mañana de ese mismo día aparecían en nuestro diario la primera lista de contribuyentes al Fondo Popular Pro-Libertad y la nómina del Comité Nacional designado para adelantar en todo el país esa generosa y necesaria iniciativa y en otro periódico local se publicaba escan (….) la noticia de que las autoridades habrían sancionado o multado a la empresa editorial de El Espectador por supuestas infracciones de las leyes fiscales.

 

La reimplantación de la censura previa en la forma que anotamos al principio nos había impedido referirnos más oportunamente a la última de las circunstancias que, lo repetimos, coincidieron harto explicablemente con aquella medida, esto es, a la espectacular presentación que el diario fundado con otros fines y con otro estilo el doctor Alzate Avendaño y ahora dirigido por el hijo político del señor Presidente de la Republica quiso hacer de nosotros como reos de vitando delito de fraude al erario nacional. El régimen tiene de todo: guillotina y picota. Mientras caemos bajo la primera, tratemos de salir de la segunda.

 

En efecto, “Diario de Colombia” –un periódico dirigido por un para nosotros desconocido prójimo y gerenciado por un para nosotros inconocible amigo- publicó antier, con caracteres tipográficos que denunciaban un regodeo ciertamente morboso, la especie de que la Dirección General de Impuestos le impuso a El Espectador una sanción de seiscientos mil pesos ($600.000.00), “por tergiversar libros de contabilidad”. No aparece suficientemente claro si esta grave y desde luego calumniosa afirmación le fue transmitida al periódico por el jefe de la Oficina Nacional de Impuestos, señor Vergara, o por “un funcionario del Ministerio de Hacienda", a quienes se cita en el texto ambiguo y erróneo de “Diario de Colombia”, o si pertenece simplemente a la redacción del periódico. En todo caso, es una infamia.

 

La realidad es otra, y ya nosotros mismos la teníamos anunciada y denunciada en nuestro editorial del 22 de diciembre pasado, cuando decíamos que, en repugnante coincidencia la clausura de “El Tiempo”, las autoridades de Hacienda habían destacado sendas comisiones de funcionarios suyos en las oficinas de aquel diario, en las de “El Colombiano”, de Medellín, y en las nuestras, para revisar los libros y los archivos de contabilidad de las tres empresas periodísticas más organizadas y más económicamente capaces del país, al propio tiempo que, también coincidencialmente, de las menos afectas a los sistemas administrativos y políticos del actual gobierno. En El Espectador entraron los acuciosos investigadores fiscales el 16 de agosto del año pasado, y salieron de allí el 10 de noviembre, después de haber hojeado y hojeado libros, vuelto y revuelto papeles, cazado y cazado cifras, etcétera, sin ninguna ocultación, sin traba alguna de nuestra parte, y como fruto final de su labor inquisidora ha venido la Resolución N° R-7130-H, de la Jefatura de Rentas e Impuestos Nacionales, que elevó el impuesto de renta, patrimonio y complementarios de El Espectador y de sus socios, de la suma de $63.569.68, que fue la inicialmente liquidada y oportunamente cubierta, a la de $397.819.02, que resultó de la implacable y, a nuestro juicio, ilegal y arbitraria revisión, es decir, un aumento de $334.249.34, que una empresa como la nuestra, con $300.000 de capital, tendrá que pagar, en el caso de que pueda pagarlo por una especie de moderno milagro de la multiplicación, si los recursos legales que intentarán oportunamente nuestros abogados no consiguen restablecer una justicia que, según ellos, está de nuestra parte.

 

No somos, como es obvio, expertos en leyes (¡para lo que sirven ellas ahora!) y desconocemos en absoluto las prácticas del Derecho, y de ahí que nos abstengamos de comentar pormenorizada y analíticamente los términos, los argumentos y las cifras de la resolución número R-7130-H, de la Jefatura de Renta e Impuestos Nacionales. Lo único que afirmamos con toda la energía de que somos capaces, es que, sobre todo y a pesar de todo, somos ciudadanos, y buenos ciudadanos, de Colombia, y protestamos con énfasis que hemos cumplido siempre con lealtad y buena fe nuestro deber de contribuyentes escasamente retribuidos. Y aún más: hemos dado, o nos han sacado nuestra cuota para cubrir el jornal de los mismos funcionarios fiscales que ahora nos decretan la exacción y la soldada de los esbirros que decomisaron y rompieron ediciones completas del periódico en nuestros talleres y en las calles públicas y para pagar a los incendiarios del 6 de septiembre su hazaña de destrucción y de pillaje. Pero esto no nos inhibe, y antes bien nos autoriza para estimar que la revisión de nuestros impuestos fiscales por el año de 1953, más la que ahora se está realizando sobre los del año de 1954 por una nueva comisión de revisores que entró inmediatamente a relevar a la que salió extenuada por el trabajo a fines de diciembre tienen un inocultable sentido de persecución política y un inevitable efecto de confiscación económica.

 

Es posible que en otra ocasión alguna referencia más concreta a este episodio, que con los del asalto, saqueo e incendio del 6 de septiembre de 1952, los de la suspensión y el decomiso de ediciones en tiempos diversos, el de la multa de Navidad de 1955, etcétera, no significa nada distinto, al parecer, que un nuevo tajo de la guillotina oficial a la base económica de nuestra empresa y a la integridad moral de nuestro nombre.  También la familia Gainza Paz la exhibió el general Perón ante el pueblo argentino como a vulgar defraudadora de sus bienes, que no constituían solamente un patrimonio material de valor considerable, sino la inenajenable tradición moral, social, intelectual y política de una casta de patricios; y la condenó al exilio, negándole el derecho al suelo y al cielo de la patria que ella había conocido, ayudado a libertar, y honrado y enaltecido mucho antes y con mejores títulos que el oscuro soldado que pretendió abatirla. Pero la justicia inmanente, el curso incierto pero indestructible de lo imponderable le devolvió con creces al cabo de menos de un lustro sus bienes y su honra, y la tierra argentina la acogió de nuevo en su seno generoso, mientras el tirano buscaba pobre asilo en tierra extraña, sin otras armas en la mano ayer omnipotente que una pluma roma dizque para escribir un libro y un modesto revólver con el gatillo listo a disparar de primero.

 

Antes de terminar hemos de pedir a nuestros lectores que nos permitan hace un breve recuerdo, importuno quizá pero en ninguna manera inoportuno.

 

El país no sabe hasta ahora que al siguiente día útil después del 6 de septiembre de 1952, cuando aún humeaban las ruinas calcinadas de nuestras oficinas y talleres, El Espectador presentó un memorial al señor juez 7° del circuito en lo Civil para que, a nuestra costa, se ordenara judicialmente una inspección ocular al lugar del siniestro, digamos más exactamente teatro del crimen, y se nombrara una comisión de peritos actuarios, así mismo pagada por nosotros, que estableciera la efectividad de los daños y fijara en cifras precisas el valor de ellos. No buscábamos con esto poner bases para una inmediata o remota reclamación de perjuicios, sino simplemente poseer en nuestros archivos, y guardar para la historia, –“para memoria futura”, que dicen los abogados– la constancia personal y objetiva de la autoridad judicial sobre la realidad material del atropello de que fuimos víctimas indefensas, y la apreciación pericial, en pesos y centavos, de los daños que se nos causaron con premeditación y alevosía, a mansalva y sobreseguro, y sorprendiendo desprevenida a la víctima, como define el Código Penal el más grave de los delitos contra la vida humana. Pues bien: el señor juez 7° del Circuito Civil de Bogotá, sin la más mínima intervención ni sugerencia alguna de parte nuestra, nombró como peritos actuarios a los doctores Bernardo Galvis Álvarez y José J. Talero, quienes después de un largo y concienzudo estudio: después de mirar y remirar los escombros, máquina por máquina, mueble por mueble, objeto por objeto desde la masa informe de ceniza en que quedó convertida la única colección completa de El Espectador que existía en el país, hasta las ruinas del archivo gráfico reunido en muchos años de paciente diligente labor; después de alegar facturas, presupuestos y cálculos de todas y cada una de las firmas comerciales que nos habían suministrado los elementos destruidos, presentaron al juzgado un informe completísimo, escrito en 30 hojas de papel sellado, y como resumen de él, un avalúo de un millón setecientos veintiún mil setenta pesos y sesenta y nueve centavos ($1.721.070.69) moneda legal, suma total de los daños materiales sufridos por El Espectador a consecuencia de los asaltos, saqueos e incendios del 6 de septiembre.

 

Somos, quizá, los únicos damnificados de aquel siniestro tristemente histórico que tienen oportuna y autorizadamente avaluados los perjuicios que sufrieron en el él, y sin embargo, jamás pensamos cobrar ni recibir del Tesoro público un solo centavo por los daños ciertos y certificados que causó a nuestros intereses materiales y morales el 6 de septiembre de 1952. Bien sabemos todos cuáles fueron los agentes espirituales y físicos de aquel atentado criminal; pero nosotros entendemos que el Tesoro nacional es, o debiera ser, el de todos los colombianos, y no creemos tener el derecho de mermarlo por culpas que son sólo de sus malos custodios accidentales.

 

No deja con todo, de resultar un poco sarcástico que ahora aparezcamos las víctimas no indemnizadas y no indemnizables del 6 de septiembre, como los defraudadores castigados del Erario, mientras otros, gobiernos o personas – dos entes que en los largos y oscuros días de este sexenio del estado de sitio se confunden en punible y dañado ayuntamiento– han podido disminuir impunemente el patrimonio histórico de la República, mucho más valioso y más sagrado que su simple patrimonio fiscal.

 

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