SUS LUCHAS Y PASIONES / libreta de apuntes

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Libreta de Apuntes, 7 de febrero de 1982

El amigo y el colaborador

S

egún Stephen Leacock “escribir no es difícil. Se toma papel y lápiz, se sienta uno y va anotando lo que se le ocurra. Escribir es fácil… lo difícil es el ingenio…”.

Es cierto. Sin ingenio es muy difícil lograr la facilidad de escribir. Así me ocurre al enfrentarme, ¡otra vez, Dios mío!, tantas en tan poco tiempo, con el tema que más temo: la muerte de un colaborador excelente que a un mismo tiempo fue un verdadero amigo del alma.

Durante el velorio y los funerales de Alfonso Castillo Gómez fueron muchas, muchísimas las personas que se acercaron a nosotros para expresarnos sus condolencias por la desaparición de una de las grandes columnas que durante muchos años sostuvo y acrecentó el prestigio de “El Espectador”. Luego estamos recibiendo un gran plebiscito —como ocurrió cuando el año pasado despareció de esta tierra mortal una gran trilogía de “El Espectador”, Gabriel Cano, Lucas Caballero, Klim, Inés de Montaña— de solidaridad por la muerte de Alfonso. La mayoría de esos mensajes exaltan su notable calidad de columnista, su excelente obra de humorista, difícilmente superable, sus cualidades humanas, todo eso y muchos más ingredientes colocados dentro de una “coctelera” de la cual surge la figura de este hombre grande —en todos los sentidos— para quien ciertamente escribir no sólo era fácil sino que, por tener innato el ingenio en su inteligencia, podía superar la verdadera dificultad de escribir.

 

Al agradecer todas esas expresiones que tienen qué ver con “El Espectador”, que una vez más padece la orfandad en que lo sumen quienes llamados por la muerte dejan su pluma silenciada, sentimos de cierta manera una rara reacción, por que no se suela tomar, en su exacta medida, el dolor que más nos aflige con la muerte de Alfonso Castillo Gómez: la pérdida irreparable de un amigo de tantos años, de varias décadas, en realidad un amigo sin par. Es que así como nos duele ver a “El Espectador” en la orfandad en que lo deja Alfonso Castillo Gómez, al no enviar como lo hizo por más de treinta años el pan de cada día de sus cuartillas pulcramente escritas, pero acaso más nos duele saber que ya no podremos encontrarnos de nuevo, amigo y amigo, en tertulias interminables o en rápidas charlas telefónicas, en solemnes sesiones protocolarias, en la intimidad de su hogar o de mi hogar.

 

Es que treinta años y algo más de conocer y compartir con Alfonso Castillo Gómez los buenos momentos o los malos momentos —que solían estos últimos dejar de serlo gracias a su chispa siempre encendida de su inteligencia, de su ingenio y de su humor— no pueden pasar en vano sino dejando una huella indeleble e imborrable de lo que es una verdadera amistad sin compromisos, sin hipotecas, sin gabelas, amistad verdaderamente pura.

 

*

Por eso resulta —me resulta—tan difícil escribir sobre Castillo Gómez cuando sobre otros temas se me hace tan fácil escribir. Y es porque verdaderamente padezco del ingenio capaz de convertir una nota necrológica en un apunte de ingenio que sería, ciertamente, el que le encantaría a Alfonso Castillo Gómez que se escribiera sobre él. Todos hemos incurrido —y yo estoy incurriendo—en algunos lugares comunes que sin embargo cuadran perfectamente en el elogio merecido de Alfonso Castillo Gómez. Se han escrito comentarios, notas, crónicas, mensajes desde el día de su muerte, en los que se expresan, exaltan, bella y sinceramente, todas las cualidades intelectuales y humanas de A.C.G. Pero, por lo general, con muy rara excepción, todos nos dejamos llevar por el dolor cuando a Alfonso le gustaría que permaneciera una sonrisa en los labios de todos los que lo elogian.

 

Por eso no me sorprendí, ciertamente, de que en la sala de velaciones en las mismas honras fúnebres, en el viaje hasta la última morada, a su alrededor, se escucharan más risas que llantos. Sencillamente es que verbalmente cada quien tenía su anécdota de Castillo Gómez qué contar, y cada anécdota de Castillo Gómez no podía contener tristeza sino alegría. Después de muerto seguía haciendo reír a los amigos y a los parientes en la más triste de las circunstancias. ¡Qué bello morir así! Espontáneamente se le esteba construyendo un monumento cimentado con una sabia y maravillosa mezcla, la de su propia inventiva, de su ingenio y de su humor.

 

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Aún me río, ahora cuando lloro, de algunas de las anécdotas de las muchas que compartimos juntos en viajes por nuestra Colombia o hacia tierra extranjeras. Luego de una tensa y dramática sesión de un congreso de prensa, manipulado desde la dictadura infamante que padeció Colombia en los primeros años de la década del 50, luego del retiro dramático de las delegaciones de los periódicos independientes y liberales dese ese antro donde se estaba desarrollando el amordazamiento prefabricado de la prensa, nos fuimos a bailar al Club San Fernando, en Cali y Alfonso, haciendo honor al título ganado tiempo atrás de caballero, de “playboy” y de excelente bailarín, se apoderó de la pisa danzando “Pachito e ché” y tantas otras tonadas de la moda de entonces. Más tarde, mejor dicho a la madrugada, fuimos a dar a una cantina elegante, donde casualmente se encontraba Leo Marini. Ídolo también de ese entonces. Vieja amistad teníamos con el gran Leo y fue entonces cuando Alfonso y el cantante se convirtieron en el dúo que amenizó horas y horas hasta que el día había llegado más allá del medio. Y es que si Alfonso era serio cuando tenía que ser serio, era bohemio cuando tenía que ser bohemio. En su momento todo adquiría la importancia del mismo y la oportunidad de disfrutarlo.

 

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Para bien de su agonía final, regreso a tiempo para verlo, abrazarlo y besarlo su adorada —adorable— Rosario, con la cual solía mantener interminables charlas telefónicas de larga distancia —pues ella reside en Boston (pronúnciese “Báston”)— que pagaba de su bolsillo y no del contribuyente como ciertos parlamentarios. Esos diálogos constituían un verdadero prodigio de la agudeza mental por las situaciones que creaba a su interlocutora sorprendida. Era el apunte a Flor de labio, pero era ante todo el amor paternal más limpio y más bello que he conocido, como el que le profesaba a todos sus demás hijas —Alfonso, Guillermo, Carolina—, como fue su amor de esposo para  con su primera señora y luego para con su gran compañera de los últimos años. ¡Teresa del alma! Pero, ciertamente tenía una debilidad especial —compartida— por Rosario y si hago un poco de énfasis al respecto es porque su llegada el domingo y su aparición repetida el lunes de su muerte, le debió dejar un grato sabor hasta su último suspiro. Con todos, su esposa y sus hijos, con sus amigos, bromeó hasta cuando su corazón se detuvo. Murió feliz. Y si algún rictus quedó como huella de su mortal enfermedad, no pudo ser, no debió ser otro que la sonrisa, la eterna, franca, cordial y amistosa sonrisa del “churro” de la cien.

 

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Con la muerte de Alfonso Castillo Gómez, pensamos en un momento, se había muerto también la sonrisa. Sin darnos cuenta de que la dejó perdurablemente, en libros para leer y releer, en la colección de este periódico, donde se le quería y se le admiraba sin tasa ni medida. Es posiblemente terrible decirlo, pero ante la muerte de mi compadre Alfonso he reído más que llorado. Entre otras cosas porque uno de sus últimos apuntes fue el de pedirle a su hijo “Poncho”, cuando lo trasladaban a la clínica víctima del infarto, que por favor “llamara” a Guillermo muy temprano a decirle que no podía escribir su columna de domingo. Que en pocos días “volvería a mandarla”. Las mismas palabras, más o menos, que dije una vez, cuando también me llevaban a la Shaio hace unos años con un principio de infarto: “Ana María, llama al periódico y diles que mañana no puedo ir a trabajar”.

Hasta en el modo de enfrentar una crisis de salud nos complementábamos… ¿Cómo, pues, no sentir más la ausencia del amigo que la ausencia del colaborador? Ambas terribles, evidentemente, pero la primera duele más porque hiere más el corazón.