SUS LUCHAS Y PASIONES / libreta de apuntes
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16 de enero de 1986
El mar es cosa seria
A
fines del año pasado y a principios del presente en las congestionadas áreas turísticas de nuestro mar Caribe ocurrieron dos accidentes graves en el mar: pocas horas antes de la Nochevieja, un grupo de turistas «cachacos», sin mayores experiencias en las inmensidades y en las soledades caprichosas del océano, quedaron a la deriva a bordo de una frágil embarcación, sustituida de otra más marítima pero también averiada, durante un paseo a las islas del Rosario.
Y en los primeros días de 1983 ocho personas que viajaban en una lancha rápida por las bellísimas costas del Magdalena y La Guajira zozobraron en las olas turbulentas de un mar agitado por las brisas de la temporada y cuatro de ellas desaparecieron y las restantes se salvaron nadando y nadando hasta alcanzar, ya son fuerzas, la seguridad de unas playas desérticas.
Ciertamente no importa que el número de hombres, mujeres y niños comprometidos en las aventuras se haya reducido. Lo que nos interesa resaltar en estos apuntes es resaltar los enormes riesgos que, a la hora menos pensada, y por las causas menos imaginadas, corren quienes de manera exageradamente alegre y hasta inconsciente se aventuran en las inmensidades del mar convencidos de que la claridad deslumbrante de los cielos sin nubes de tormenta o ante aguas de una tranquilidad de lago andino los invitan a separarse de la costa y penetrar a distancias increíbles en los misterios de los océanos.
El «Capi» Francisco Ospina Navia, que es mi consejero náutico y marino de cabecera desde hace muchos años, me dio la primera lección sabia, que jamás olvido, sobre las cosas más elementales pero más útiles y necesarias sobre el mar:
«Al mar hay que tenerle miedo», me dijo una noche que navegábamos tranquilamente, con buena briosa y buena mar hacia Arrecifes en el «Bucanero», con sus dos motores afinados y poderosos , y su enorme vela recogida, triple seguro a mi modo de ver contra las fallas mecánicas, contra errores humanos y hasta contra tormentas imprevistas e imprevisibles. Esa noche, al decir del azteca milenario, «la luna había terminado su comida mensual de estrellas y estaba llena y satisfecha, ahíta, lujuriosamente hermosa» llenando de luz deslumbradora la oscuridad de la noche.
«El que no le tiene miedo al mar, no es marinero, no conoce el mar…», agregaba. Y yo me decía: «¿Será que el “capi” Ospina es cobarde?».
No, qué va, qué cobarde iba a ser. No lo había sido nunca ni lo será jamás. Pero, aunque nació en tierra adentro, lejos del mar, conoce el mar y lo ama y lo disfruta, pero por sobre todo aprendió desde muy joven a tenerle miedo al mar, que es condición indispensable para ser un buen marino. A lo largo de los años he venido comprendiendo más y mejor por qué el «capi» Ospina aconsejaba a todo aquel que quisiera escucharlo con seriedad: «Al mar hay que tenerle miedo». Porque me he convencido de que tenerle miedo al mar no es cobardía, sino por el contrario, valentía pura y es coraje firme. La valentía y el coraje que se necesita para aceptar que el mar es caprichosos y voluble, traicionero y peligroso, que exige la serenidad valerosa y corajuda de saber retirarse a tiempo cuando se pone furioso, sean cuales fueren las causas de su enardecimiento indominable.
Dos «veces» salvado de las aguas
Y porque solo después de muchas conversaciones a bordo del «Bucanero», anclado mar afuera esperando a que llegara la hora del amanecer para recoger el chincho que el «capi» Ospina y sus ayudantes habían tendido al atardecer, aprendí para siempre que el mar es cosa demasiado seria como para tomarlo en broma y a la ligera, comprendí perfectamente la inconsistencia con que solía juguetear y coquetear con el mar, como aquella vez que nos fuimos Hernando Santos, Carlos I. Molina y yo, muy irresponsablemente, en una pequeña y destartalada embarcación a conocer la isla de San Bernardo, allá por el Golfo de Morrosquillo a varias millas de Tolú, donde nos dijeron que se comían mariscos fabulosos y se bebía fresca agua de coco con ginebra y se divisaban divinos horizontes y hermosos paisajes. Todo fue cierto, y tan ciertos eran los placeres de la isla, que el día fue pasando y se llegó la tarde y comenzó a anochecer y no queríamos embarcarnos para el regreso aunque nos habían advertido que los vientos eran fuertes y eran vientos contrarios y traicioneros y que debíamos salir a Tolú no más tarde de las dos. Y eran las seis de la tarde cuando al fin lograron obligarnos a salir a bordo del barquichuelo que comenzó a alejarse de la isla. Y la isla se perdió de vista y luego llegó la noche oscura, aunque estrellada, cuando de pronto comenzó a llover sin que nadie lo esperara. Fue entonces cuando el viejo y cansado motor se detuvo y quedamos a la deriva entre el negro mar turbulento y el negro cielo tormentoso. Comenzaron a pasar los minutos, las medias horas y las horas enteras y seguíamos en alta mar sin rumbo en busca de un destino que se nos había perdido: las playas de Tolú. Sin embargo, ninguno de nosotros tres ni teníamos ni sentíamos miedo. Miedo tenían y sentían los tripulantes, un anciano y un joven imberbe, porque ellos conocían el mar y tenían la valentía de temerlo. Nosotros no, cantábamos coros de zarzuela, boleros de Agustín Lara, canciones de Guty Cárdenas y nos importaba un pepino lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor. Fue como a las cuatro de la madrugada cuando el adolescente le gritó al anciano: «Luces, mira… Luces allá, al Este».
Y ellos dos, los marineros, se alegraron. Mientras nosotros tres —inverosímil reacción de insensatos— nos entristecimos porque «el paseo había terminado».
A base de experiencia, de prudencia y de conocimientos, los marineros nos fueron acercando a la playa. Y entonces vimos, sorprendidos, que había más de una docena de vehículos con sus luces encendidas dirigidas hacia el mar. Y que una gran cantidad de gente estaba reunida en la playa; y que cuando divisaron la pequeña embarcación gritaban y gritaba con entusiasmo que a nosotros, en la lejanía, nos parecía exagerada en innecesaria conmoción. Pero es que allí, en la playa, nos estaban esperando parientes y amigos y personas desconocidas que habían tomado en serio al mar y temían que la demora en un regreso anunciado para muchas horas antes, significara el preaviso de una tragedia. El mar nos había hecho una advertencia, apenas un signo de su inmenso e insospechado poder y nosotros no lo habíamos comprendido porque nosotros no le teníamos miedo al mar, es decir, porque en realidad éramos unos inconscientes cobardes. ¿Qué hubiera pasado si el mar no nos hubiera permitido llegar esa madrugada a la playa y hubiéramos tenido que seguir a la deriva horas y horas y luego días, y tal vez semanas, rondando como fantasmas, pequeñas arenas al capricho de las olas?
***
Y esa fue la primera vez que fuimos «salvados» de las aguas. La segunda fue mucho más espectacular pero con menos riesgos, según lo supimos después. Fue cuando también, inconscientes, sin miedo a la mar nos fuimos de paseo desde «El Rodadero» hasta la bahía de Taganga. Taganga todavía era un pueblo de pescadores incontaminado, hermoso en su primitivismo puro, apenas visitado por ocasionales turistas que iban a recalar sus embarcaciones para comer pescado frito y yuca y patacones y a bañarse en aguas purísimas y a tenderse al sol sobre la arena fina y blanca: Nos había invitado un político en ascenso, audaz en sus sistemas de campañas, proselitistas, a que lo acompañáramos a visitar a su «electorado» de Taganga. Y fuimos en yate elegante y moderno, con prole y amigos y pasamos un día maravilloso entre gente buenísima y con atenciones espontáneas y cordiales. Al caer la nota nos despedimos de Taganga y de sus pescadores y el yate se deslizó potente hacia aguas de mar abierto. Cuando llevábamos algún tiempo navegando ocurrió una falla en el sistema eléctrico del yate y, por segunda vez, quedamos a la deriva.
Pero a contrapunto con lo ocurrido en el Golfo de Morrosquillo, como si todo estuviera sincronizado, no habían pasado diez minutos desde el momento en que el barco perdiera su empuje vital, cuando desde Taganga salió una flotilla de barcas pescadoras y comenzamos a ver que por la serpenteante carretera semiconstruida que conectaba a Taganga con Santa Marta, aparecían automóviles, buses y camiones y se montaba ante nuestros propios y despreocupados ojos —porque tampoco entonces le teníamos miedo al mar—un escenario desproporcionado de rescate, por tierra y por agua, que resolvió el accidente en cosa de minutos. Al día siguiente, para nuestra sorpresa, un enorme titular en primera plana del diario que inspiraba el senador oferente del paseo se leía, palabras más palabras menos: «Rescatados del mar Hernando Santos y Guillermo Cano y sus familias» No es que fuéramos mal pensados, pero pensamos en el brevísimo paréntesis a la deriva de un potente yate, con numerosos pasajeros en aparente grave peligro de convertirse en náufragos, había sido todo un efectista montaje publicitario. Y acaso no lo fue, sino más bien una segunda advertencia del mar para que no lo tomáramos tampoco en serio… Por esos días el «capi» Ospina comenzó a darnos sus lecciones sobre cómo y por qué hay que tenerle miedo al mar.
Moraleja
Si es contado estas bobadas mías es porque me parece que en esta época de vacaciones masivas, cuando el mar nos trae tanto como a nosotros atraemos a sus peces con señuelos y carnadas, la gente que llega a las playas se toma excesivas, imprudentes y ofensivas confianzas con el mar, que es un gigante indomable y peligroso, que solo respeta a quienes realmente lo respetan, es decir, ¡a quienes tienen el valor enorme de tenerle miedo al mar!