SUS LUCHAS Y PASIONES / libreta de apuntes

04

El texto que le dedicó Guillermo Cano a Helena Calderón de Santos

En su 'Libreta de Apuntes' el exdirector de El Espectador escribió estas líneas a la madre de Francisco Santos.

Y

o hubiera querido declarar hoy de luto esta Libreta de apuntes para rendirle homenaje el gran homenaje que Helena Calderón de Santos se merece, el del silencio conmovido y emocionado

que nos transporta de su mano a la reconstrucción de los recuerdos gratos y alegres de treinta años y más de amistad compartida y disfrutada, sin que las reminiscencias muy gratas de nuestras vidas se contaminen con el mundo prosaico y encarecido en que nosotros sobrevivimos.

 

Pero esos primeros instantes convulsivos hacia el silencio, a callar sentimientos y a callar con egoísmo y avaricia la imagen dibujada de una mujer excepcional e inolvidable, dieron paso muy pronto a la necesidad de expresar públicamente la admiración y el respeto que me merece, como personalidad humana probablemente irrepetible, Helena Calderón de Santos.

 

A la Pelusa la conocí un día del cual sí quiero acordarme siempre, para bienaventuranza mía y de los míos, porque esa mujer bella de físico y perfecta de espíritu estada predestinada a formar parte muy influyente en mi existencia y, más tarde, de quien es mi esposa y son mis hijos. De ella me había formado una idea errónea, como habría de comprobarlo, en el sentido de que era persona antipática a primera vista. Y acaso lo era. Porque como también lo habría de aprender en el trascurso de los años, no son siempre las gentes que desbordan simpatías las que son más de fiar y las de más nobles cualidades, sino aquellas reservadas en un principio y que luego se abren a la amistad lo merece. Así me sucedió con Helena Calderón. Desde el día, que quiero acordarme, en que la conocí, hasta el último momento, jamás encontré, ni encontraron los míos, desigualdades de temperamento o de carácter sino un permanente, indomable, firme comportamiento de lealtades invencibles.

 

Con ella y con Hernando compartimos tantos momentos de felicidades colmadas y de duros momentos de luchas desiguales y azarosas, que ni los días más ásperos de transitorias diferencias de criterio —y los verdaderos amigos deben tener diferencias grandes  y pequeñas de criterio para que la amistad no se corrompa en la monotonía de unanimismo cómodo y hasta falso—, ni las ausencias o incomunicaciones accidentales —paréntesis que también ponen a prueba las amistades sinceras— pudieron jamás modificar el acercamiento espiritual y anímico de personas que aprendieron desde el primer momento a quererse respetándose, a transitar el destino, con alegría o con dolor en constante realización de íntegro compañerismo.

 

Yo admiraba a Helena porque carecía del discutible don de la doblez. Era íntegra. En su hogar.  Con sus amigos. En defensa de sus ideas y de sus ideales políticos. En su espontánea solidaridad con los más indefensos y más perseguidos. No le tembló jamás su templado espíritu y había en su rostro una eterna, maravillosa sonrisa para enfrentarse con ella al desafío más despiadado que se le presentara. Creyó en Dios y creyó en los hombres buenos y decentes de este país.

 

Alguien, algún día, escribirá apartes de su historia como abanderada de los derechos humanos ofendidos y pisoteados y de libertades reprimidas. Pero eso es para una larga historia. La mía y la de los míos tiene que ver más con la intimidad de una amistad tan larga y tan bella. Y es en tributo a ella por la que quise en un principio que esta Libreta de Apuntes se quedara callada hoy, de luto, rindiéndole mi homenaje personal silencioso. Lo hago público, sin embargo, porque un impulso más poderoso me dice y me aconseja que cuando un ser humano fuera de serie se retira de nuestra cercanía física para siempre, tenemos la obligación, de acuerdo con nuestras capacidades, de hacer público lo que sentimos, porque de estrangularlo dentro de nosotros mismo puede ahogarnos irremediablemente.

 

Con Helena Calderón de Santos tengo una deuda incancelable de gratitud por tanta felicidad compartida. Y eso también tenía que decirlo públicamente, como me lo he dicho, nos lo hemos dicho, tantas veces en la intimidad de nuestras conciencias en estos días de soledad con los recuerdos que han seguido a su muerte. Paradójicamente, la muerte de Helena, al recordarla viva, me ha hecho el gran favor de hacerme vivir de nuevo más de la mitad más hermosa de mi vida.