Biografía / Familia

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Mi recuerdo de Luis Cano: una vida, una obra y una muerte

El domingo 20 de julio de 1975 Guillermo Cano Isaza publicó en el Magazín Dominical este perfil de su tío Luis Cano.

 

Por: Guillermo Cano Isaza

C

uando se conmemoró el centenario de don Fidel Cano, fundador de “El Espectador”, me atreví a escribir un artículo que titulé “El Abuelo que no conocí”.

Traté de trasladar a las cuartillas, con mayor o menor fortuna, las impresiones que sobre su perfil de patriota, de liberal, de periodista y de hombre de bien, me había logrado formar a través de la lectura de sus obras, de los relatos de mis padres y mis tíos, de lo que contaban los amigos que visitaban nuestra casa, sobre la vida y la obra de mi abuelo.

 

Hoy me atrevo, una vez más a acercarme a otra gran figura de la patria, del liberalismo, del periodismo y de mi sangre, con motivo de la conmemoración de los 25 años de la muerte de Luis Cano, el tío que sí alcancé a conocer, si no con la profundidad necesaria para escribir sobre él, como lo hicieron, durante su vida y en especial después de su muerte, ilustres plumas liberales y conservadoras, encumbrados personajes de la política y de las letras, sí con una indeclinable admiración que se ha ido acrecentando con el trascurso de los tiempos.

 

A Luis Cano lo recuerdo como un hombre de un carácter tan firme como afable, cuando yo, un tímido estudiante de bachillerato, solía concurrir a su casa, donde recibía de él diferentes muestras de cariño, dentro de las cuales iba deslizando sutilmente, como lo hacía en sus editoriales, ideas sobre libertad y conceptos y conocimientos sobre periodismo, pero más que todo consejos respecto de la honestidad y la firmeza que deben presidir el ejercicio de la profesión, “si alguna vez, como ojalá ocurra, te decides a ser periodista”.

 

Lo recuerdo, también, en el ambiente del campo, en los pocos días o las pocas horas de descanso que podía tomarle al servicio de sus tres máximos ideales: Colombia, el Partido Liberal y “El Espectador”. Entonces cabalgaba por entre los pastales, o cuidaba de las orquídeas, o podaba los árboles frutales. Parecía olvidado de todo, cuanto lo rodeaba, cuando en realidad lo que hacía era fatigar más cada instante su fértil imaginación, su aguda inteligencia, buscando soluciones, fórmulas, propuestas para resolver, o tratar de resolver los problemas que había dejado en su oficina de la ciudad.

 

Y era en esos días de campo cuando solía hablar de cosas menos transcendentales pero más amables, con otras gentes, más sencillas y menos complicadas que las que asediaban el piso de la carrera séptima, entre la Avenida Jiménez y la Calle Catorce. Este último era el santuario de su trabajo “en bien de la patria con criterio liberal y en bien del liberalismo con criterio patriótico”. El otro, el del campo, era el santuario de su vida privada, no pocas veces intervenido, a pesar del aislamiento, por la urgente llamada desde la capital, o por la imprevista llegada de los personajes del momento, a quienes veíamos nosotros, los pequeños, como a inalcanzables ídolos que, sin embargo, solían comportarse con los jóvenes como seres humanos, tan humanos como el mismo Luis Cano.

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Con el paso de los años, como “un perfil de coraje”, se fue acentuando la imagen que yo me iba formando de él. Al ingresar a “El Espectador”, hace treinta años, días más o días menos por la puerta del aprendizaje (…) mesas de armada, untándome de tinta las manos impreparadas, hube de servir no pocas veces de “malacate” a Lui Cano, para trasladar de su oficina a los linotipos las hojas sin rayar, repletas de palabras indescifrables, en una caligrafía que milagrosamente traducían con increíble fidelidad Pacho Pulgarín o la señorita Celia, dos de los más antiguos linotipistas del periódico.  De tanto ir y venir con las cuartillas de Luis Cano, entré yo también, poco a poco, a formar parte de los “traductores” de cabecera de sus imperecederos editoriales, donde trazaba día a día una política, un derrotero a los lectores de “El Espectador”, y donde trascendía en tinta el calor de su sangre de patriota íntegro y de atormentado y luminoso dirigente del Liberalismo.

 

Lentamente, de la armada a la redacción, fue desarrollándose el progreso de mi trabajo en el periódico. Y a medida que esos días pasaban se hacían más frecuentes y más gratas las conversaciones con Luis Cano, en los momentos en que le dejaban libres las consultas personales, las interminables conferencias telefónicas, la redacción de los editoriales y de su correspondencia privada. Celebraba, con generosa benevolencia, los primeros “pinitos” del periodista en ciernes; me estimulaba, con compresiva paciencia, en los aciertos, y me señalaba, con severa cordialidad, los defectos en que incurría (…) correspondió un día recibir el “chaparrón” indignado de un distinguido caballero, a quien, en una información que se me había pedido redactar de urgencia, sobre una importante industria que se inauguraba, había calificado yo de “caballero de industria”… Jamás volvería a cometer el error. Y recuerdo que Luis Cano capeó el temporal, con generosas disculpas para el neófito cronista.

Pero a Luis Cano le preocupaba más que mis muchos errores y mis pocos aciertos, mi excesiva afición por los toros y por los deportes, pues temía que estos pudieran absorberme periodísticamente a tal punto que me desentendiera de otros asuntos “más serios”. Pero debo confesar que todas las lecciones de periodismo y de ética que recibí de ese grande, amable y severo maestro.

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Pero como se trata ahora de revivir mis personales recuerdos con Luis Cano, quiero intentar relatar, con toda la viva impresión que ellos me produjeron, dos que quedaron especialmente grabados en mi memoria.

 

Era el nueve de abril de 1948. Jorge Eliécer Gaitán acababa de ser asesinado. De mi casa, situada a pocas cuadras de “El Espectador”, en ese entonces ubicado en la Avenida Jiménez con la carrera cuarta, bajé corriendo para encontrarme con una multitud enloquecida reunida frente a (…) “Jornada”, el órgano del movimiento gaitanista. Ya comenzaban a arder los edificios, los automóviles, los tranvías. Abajo, en la carrera séptima, otra multitud enardecida saqueaba y rugía.

 

Por la puesta grande de “El Espectador” vi salir lentamente, cojeando de su pierna izquierda, la figura de Luis Cano. Su cabeza blanca sobresalía por entre la turbamulta. Me acerqué a él.

–¿Para dónde vas?

–Para Palacio…

–Permíteme acompañarte…

–No, Quédate aquí. En el periódico te necesitan…

Y lo vi descender con lentitud forzada por la avenida convulsionada, con la cabeza en alto, con un dolor físico de enfermo, que a pesar de ser muy grande, lo era mucho menos que el dolor espiritual en esos momentos de tremenda angustia patriótica. Veinticuatro horas después, sin haber tenido noticias suyas, llegó a nuestra casa de la carrera tercera con la calle 14, siempre cojeando –su dolor debía ser terrible– pero con la vista limpia, sin asomos de la fatiga de la vigilia tan prolongada, tan intensa como la que significó la dramática visita de los jefes liberales al presidente de la República, y en la que sus palabras y sus actos habían sido decisivos. Luis Cano durmió unas pocas horas, al cabo de las cuales volvió a ponerse al frente de todo lo que estaba sucediendo en esos momentos de tanta gravedad para Colombia. Esa vez a Luis Cano lo vi muy enfermo. La gravísima dolencia circulatoria que venía menguando de tiempo atrás su salud y amenazando su vida, se le complicó en esa trágica noche del 9 de abril con el mal espiritual que dos años más tarde habría de llevarlo a la tumba: el mal de patria.

 

*

El mal de patria se le agravó sin duda a Luis Cano en la tremenda madrugada del 9 de abril, pero su mal le venía de muy atrás, desde los años de su infancia y de su adolescencia, cuando sufrió pena de cárcel, de destierro y de mordaza don Fidel Cano, por defender la libertad de prensa, en su lucha si reposo contra los gobiernos represivos y reaccionarios. El mal de patria atacó a Luis Cano desde cuando empezó a quebrar su pluma valerosa contra la guerra, contra la injusticia, contra la iniquidad; desde cuando la patria fue desgarrada en sus fronteras; desde cuando los máximos jefes del Liberalismo se empeñaron en una pugna insensata por motivos personales o temperamentales. Y, sobre todo, desde cuando el partido fue dividido a las elecciones presidenciales frente a un candidato único conservador, y se produjo el resultado inverosímil pero cierto de que la minoría triunfara sobre una mayoría dividida en dos. “El Partido Liberal ganó las elecciones pero perdió el Poder”, escribió Luis Cano al día siguiente. Y al perder el Poder, no solo el Liberalismo sino la República quebraron una preciosa trayectoria de libertad y de respeto al estado de derecho. A un nefando nueve de abril de 1948 habría de suceder después un aún más nefando nueve de noviembre de 1949, cuando se clausuró el Congreso. Ese fue el golpe fatal que le hizo romper a Luis Cano la pluma que había sido la única arma de su vida de combate civil.

 

 Luis Cano murió el 22 de julio de 1950, pero su pluma había muerto el 9 de noviembre de 1949. Ambos, el escrito y su pluma, murieron de mal de patria.